Con la última película de Lars Von Trier, aprovecho para comenzar la crítica preguntándome qué lugar ocupa Lars en la historia del cine. Creo que es un buen momento, por edad, filmografía, palmarés y, principalmente, porque La Casa de Jack (así se ha traducido en España) es una genial y provocadora reflexión sobre su obra.
Lars Von Trier, polariza, no descubrimos nada nuevo, tanto a público como a crítica, una polarización que se viene acentuando con sus últimas películas. Queda ya lejos el Lars que recibía el aplauso unánime en los festivales.
Estoy de acuerdo con sus detractores en considerar a Lars como un provocador/manipulador. Desde su primera película, El Elemento del Crimen (1984) un thriller criminal de corte psicológico que, partiendo de los códigos del género, retuerce esas ideas preconcebidas sobre el thriller. Otro ejemplo, el más célebre, es el de la «trilogía del corazón de oro» conformada por Rompiendo las Olas (1996), Los Idiotas (1998) y Bailar en la Oscuridad (2000), protagonizadas todas ellas por mujeres cuya bondad y amor puro les lleva a sufrir diversas tragedias. Una revisión radical del melodrama que sitúa al espectador frente a la relación sádica que surge del visionado de este tipo de filmes, no sólo los de Lars, sino cualquier otra historia con un cierto grado de manipulación.
La Casa de Jack, que podría ser una continuación -al menos en espíritu e incluso formal- de Nymphomaniac (2013), comienza con la pantalla en negro, solamente escuchamos la conversación entre Jack, interpretado por un excelente Matt Dillon, y su misterioso acompañante llamado Verge (Bruno Ganz). A partir de ahí surgen las imágenes que reconstruyen cada uno de los cinco asesinatos, llamados «incidentes», perpetrados por Jack a lo largo de 12 años como asesino en serie. Igual que en Nymphomaniac, Lars aprovecha esa conversación/confesión para introducir una serie de digresiones entre los asesinatos que constituyen una reflexión sobre el arte y el papel del artista, porque, por encima de todo, Jack se ve a sí mismo como un creador virtuoso cuyo medio es el asesinato.
Los paréntesis confieren a La Casa de Jack un cierto carácter ensayístico sobre el arte. Incluye numerosas referencias que por supuesto no las voy a destripar aquí, es mejor que cada uno las descubra durante el transcurso del filme. Esa reflexión no es la única función, al final, se desprende que Lars emplea los diálogos de Jack para justificarse en un nivel más personal sobre él y su obra. En numerosas críticas se asume, con bastante facilidad, que Jack es el álter ego de Lars Von Trier algo que no tengo tan claro, creo que es algo más; porque Jack le permite a Lars jugar con él y convertirlo en vehículo donde depositar y verter sus ideas e inquietudes personales que se reflejan en la película. Además, Lars, en su carácter provocador y siendo consciente de lo controvertido del personaje busca que el espectador empatice con Jack y, así, por extensión con Lars. Siendo consciente de lo controvertido del personaje nos sitúa siempre sobre su punto de vista durante los actos y reflexiones sobre los asesinatos.
Los 150 minutos de la película, en ocasiones, se ven lastrados por un ritmo irregular durante el metraje. Y es que de nuevo a Lars le cuesta mantenerlo. Ya le ocurría en sus anteriores películas de esta última etapa. Anticristo (2009), Melancolía (2011) tienen algunas dificultades para mantener un avance fluido en la narración. En La Casa de Jack se ve afectada por el carácter cíclico de la reconstrucción de los asesinatos que no siempre funciona del todo.
A pesar de esos defectos, el epílogo dantesco, en el sentido más literal de la palabra, de corte surreal y exquisitamente filmado con imágenes y composiciones magníficas. Supone un cierre a una fantástica película del mejor Lars que, viendo el devenir de su obra, vida e incluso con el final de La Casa de Jack no sabemos cuando volverá.
Para cerrar la crítica vuelvo a la pregunta del comienzo, ¿Dónde se sitúa Lars en la historia del cine? Con una carrera dominada por la experimentación en todos los géneros -los ha tocado todos. Estamos ante una versión moderna y radical que mezcla influencias del cine europeo de autor: su adorado Carl Theodor Dreyer, Ingmar Bergman o Andrei Tarkovsky. También elementos del melodrama americano de Douglas Sirk.
De niño mimado por el Festival de Cannes, a triunfador con la Palma de Oro, hasta convertirse en «persona non grata». Para el que firma esta crítica es uno de los pocos directores que mejor ha conservado la llama del cine europeo y de autor. Esa que se debe mantener viva ahora que el cine sufre una severa e incierta etapa de cambio.